Plagio cruzado a El Sur, de Jorge Luis Borges y Lejana de Julio Cortázar, perpetrado por Goliardo.
El hombre que llegó a Buenos Aires en circunstancias algo misteriosas en 1942 se llamaba Angelos Malakis y había sido pastor de cabras en su isla natal, en Grecia, hasta que un confuso episodio de sangre lo trajo al otro hemisferio; en 2009 uno de sus nietos, Gregorio Malakis trabajaba como vendedor en una agencia de viajes que tenía su local sobre la avenida Córdoba y se sentía profundamente argentino. Siempre le habían dicho que las razones que empujaron al exilio a su abuelo paterno habían sido políticas. Por lo que sabía, su abuelo era partisano, alguien lo quiso entregar pero él lo supo y anticipó su escape ya planificado, aunque primero enfrentó al traidor para que no vendiera a más compañeros. El relato en este punto era confuso, se hablaba de un tumulto, una navaja, una herida mortal, la huída. Su abuelo materno, en cambio, había sido un modesto poeta de barrio, de aliento melancólico y cadencias lánguidas, que alguna vez había desfilado por las ahora amarillentas páginas de la Revista Sur, que su nieto conservaba como a un viejo talismán. En la discordia de sus linajes, Gregorio había optado alguna vez por seguir los pasos del antepasado poeta, aunque se obstinara en soñar siempre con buscar las raíces de su heroico pasado griego. Sus bosquejos abandonados en la juventud, estaban plagados de héroes homéricos y sombras mitológicas. Sus afanes, durante años, apuntaron a la búsqueda de un albur sistemático que lo llevara al reencuentro de sus raíces helénicas, que lo remontaban a la lejana tierra de Santorini. No se cansaba de aclarar que aunque el nombre sonara itálico, se trataba de una milenaria isla de las Cícladas, surcada por leyendas minoicas, cuna de una antigua civilización extinguida por la erupción de un volcán. Desde sus brumosos años de infancia había rastreado a esa isla con forma de media luna en los mapas, y había atesorado las imágenes de su acantilado multicolor cortado al medio miles de años atrás por la furia del dios Hefesto. El nombre es la resultante de un híbrido greco-latino: el latino Santa unido a Irene, es decir, Paz en griego. Ese nombre ahora resonaba en sus sueños, al mismo tiempo que le evocaba recuerdos que no le eran propios. Él sabía que en lo alto de Thira, allá en Santorini, había un lugar que no había visto ni en s menoria, ni en fotografías ni en imágenes de ningún tipo, pero sin conocerlo, lo recordaba. Y si bien Gregorio no conocía la lengua griega, sabía que el cartel de la puerta de esa cantina decía “NTALIANA”, que se leía y pronunciaba Daliana, y que ese nombre significaba algo para él. En esa cantina del sueño había un hombre que bajaba la vista, un hombre que entraba y todos callaban y los ojos negros de una mujer. Ese falso recuerdo lo mordía, como si fuera una visión de su sangre, y quería llegar hasta allí, porque sabía que encontraría la clave de una historia que debía escribir. Por todo eso, desde hacía algún tiempo, a partir de los descuentos y ventajas económicas que le brindaba su trabajo, estudiaba cuidadosamente la posibilidad de viajar a buscar sus raíces, su historia, sus visiones. Y cuando finalmente parecía haber dado con la oportunidad justa, aconteció un hecho que pareció obligarlo a postergar su viaje, quizás definitivamente.
Aunque Gregorio sostuviera que los dioses siempre estaban de su lado, el destino, a quien ellos estaban sujetos, le dio una puñalada trapera. Al atardecer del mismodía en el que Gregorio recibió los pasajes y las reservas para su viaje a Grecia, mientras regresaba a su casa de Quilmes en su automóvil, otro vehículo lo cruzó en la autopista Buenos Aires - La Plata, perdiendo Gregorio el control de su vehículo para salirse del camino e impactar contra el guarda rail y traspasarlo, luego de un doble vuelco. Más allá de la gravedad del accidente, los dioses parecieron interceder ante el destino, y tras horas de bomberos, sierras y ambulancias, Gregorio fue rescatado con vida de entre los hierros retorcidos, con los pasajes y reservas intactos en su bolsillo. Todo lo que supo acerca de su indeseada procesión al hospital, y sobre sus primeros días de internación, le fue referido por los suyos, que se deshicieron en largas horas de vigilia, cadenas de rezos, y angustias que se explican en conversaciones breves entrecortadas por pausas para suspirar y buscar explicaciones que no se encuentran, o en cuidadosos mensajes de texto que a veces se acercan, por su gravedad, a lo monosilábico. Al cuarto día Malakis volvió de su viaje por ríos oscuros, y recuperó la conciencia cegado por los tubos fluorescentes de la habitación del hospital. El infierno recién empezaba, y los días restantes para el viaje, si bien eran aún lejanos, amenazaban ser devorados por el tiempo que demandaría la recuperación.
Durante las semanas siguientes, Gregorio vislumbró la frustración de su cautiverio hospitalario entre pesadillas de moribundo, al tiempo que escuchaba el inútil consuelo de familiares y amigos que le insistían con que no debía preocuparse por el viaje, que lo importante era que había salvado su vida de milagro. Cuando los médicos le hablaron de la operación en la cabeza para alivianar el hematoma del cráneo, Gregorio finalmente se olvidó del viaje, se entregó a los exámenes médicos previos a la operación, y simplemente se detuvo a pensar en el riesgo de emprender un último viaje, el que no conduce a ninguna parte más. Y Santorini quedó atrás, y quizás por eso los dioses decidieron premiarlo. Luego de días de fuego en el cuerpo y volcanes en la cabeza, de incisiones y de calmantes químicos que lo hicieron odiar su cuerpo débil de carne golpeada en cada rincón de su frágil geografía, de huesos de madera astillada, Gregorio se dispuso con sus últimas fuerzas a la operación, y entró al quirófano confiado, convencido de estar llevando a cabo el duelo heroico que le habían referido tantas veces, de su abuelo griego. Sintió el insulto, el desafío, la muerte traidora que quería entregar su vida miserablemente, y estaba dispuesto a darle batalla con gallardía. Y tal como lo soñó al transponer la puerta de la fría sala azulejada, tras una larga pelea, Gregorio Malakis saldría con vida, para reponerse, acompañado por los olímpicos favores de la ciencia médica, justo a tiempo como para emprender el vuelo a Santorini casi sin huellas de su nefasto accidente.
La excitación del viaje le impidió tomar conciencia de los momentos previos, y cuando se quiso acordar, casi sin saber cómo, se encontraba embarcando su vuelo en Ezeiza, despidiéndose confusa y apresuradamente de aquellos familiares y amigos que antes habían hecho una vigilia mucho más ingrata y angustiante que esta. Mientras esperaba en soledad que se asiente la borra del café a la turca que había pedido como último lujo exótico en una de las cafeterías del aeropuerto, de golpe se sintió transportado al escritorio de la agencia de viajes, que le había autorizado la licencia como parte del acuerdo con la aseguradora: hasta había tenido la suerte de que su accidente fuera considerado como laboral, por encontrarse volviendo a su domicilio. Se vio en la bruma de la rutina pasada, palpitando ese momento, y ahora estaba allí, volviendo de la muerte. Una plácida sensación de orgullo inflamó su pecho ansioso. Y al cabo de unos momentos, abordó el avión que lo llevaría a Atenas. Recuperó la calma en su butaca confortable, adonde despertó cuando una azafata, a la que en el primer momento de extravío confundió con una enfermera del hospital, le ofrecía una copa de champagne, gentileza de la línea aérea. Fue extraño el tener que rechazar la invitación, pero aún le pareció tener en la boca el sabor del uzo que había tomado en sueños en Daliana, en las alturas de Thira. El vuelo no fue tranquilo, aunque el avión parecía algo más viejo de lo que se suponía. Un comisario de a bordo de rasgos criollos le dijo que esos aviones ya estaban para el desguace, pero que ante la reducción de presupuesto, primero por la crisis de las compañías aéreas después del 11 de septiembre de 2001 y más tarde por la crisis internacional, todavía seguían volando y convenía mantenerlos antes que renovar la flota. El viaje transcurrió sin sobresaltos, y hasta incluso el día era tan límpido, que Gregorio llegó a divisar, feliz, la forma de medialuna de Santorini sobre el azul mapa aéreo del mar Egeo. Al llegar a Atenas un viejo ómnibus de los años ’40 lo llevó hasta El Pireo, adonde un catamarán de gran porte, que más parecía un acorazado reciclado de la Segunda Guerra Mundial, lo llevaría a Santorini. Grecia parecía detenida en el tiempo, como si hubiera estado esperándolo desde la partida de su abuelo.
A medida que el barco surcaba las aguas del vinoso ponto homérico rumbo a la isla anhelada, Gregorio, en la cubierta del viejo barco, dejaba ir a sus ojos absortos tras la huella de espuma, recordando las andanzas de Ulises por aquellos mares soñados, pero una amarga sensación de despedida lo arrebató de su mundo; de pronto tuvo la certeza de que nunca podría regresar a la poesía que alguna vez había cultivado para narrar todas esas experiencias, aunque más tarde se consoló pensando que en ocasiones el hombre no puede experimentar la poesía, sólo puede escribirla cuando los recuerdos se asientan como la borra del café a la turca. Y entonces pensó en que su historia, de alguna manera cerraría el círculo de la historia de su abuelo ¿Existiría aquella cantina de la que nunca le habían hablado, pero que él había visto en sueños? ¿Sería en Daliana donde su abuelo mató a aquél hombre? La historia le había sido narrada tantas veces, sin embargo, siempre algún detalle aparecía oscurecido. Gregorio estaba seguro de que el destino era simétrico, y él debía regresar para restaurar el equilibrio perdido con el precipitado destierro de su abuelo Angelos. Pensaba todo eso contemplando a la mitológica noche reflejada en la oscuridad cerrada del Egeo, en una calma pesada, expectante, anestesiada.
Lo había llevado al Pireo un viejo ómnibus, ahora era una vieja camioneta la que lo transportaba desde el puerto a las alturas de Thira. Descendió frente a un pequeño hotel detenido en el tiempo, tomó una habitación, dejó su equipaje, volvió a salir. Lo sorprendió el hecho de que todos los rostros que encontraba por el camino le resultaran familiares, y lo saludaran como a alguien conocido. Recordó la hospitalidad de los griegos de la que siempre se hablaba en su casa, y respondió complacido a cada uno de los gestos. Era increíble, pero todo se parecía a sus sueños, a sus falsos recuerdos, y sin dificultad, sus pasos lo llevaron hasta “NTALIANA”, donde reconoció el cartel, no sin cierto asombro. Al entrar, fue hacia el mostrador, balbuceó la palabra uzo, y el cantinero le respondió en un castellano atravesado en todas sus aristas por el griego. Luego de beber dos o tres vasos, Gregorio tuvo la sensación nítida de estar hablando en griego con el hombre, aunque algo extraño sucedía: entendía las palabras, pero no podía comprender exactamente por qué ese hombre decía lo que le decía. Gregorio escuchaba que le advertía que no tendría que haber vuelto, que él querría ayudarlo, pero que Kostas había jurado que volvería por él, y hasta incluso, Gregorio tuvo la clara sensación de que el hombre lo llamaba Señor Malakis. Y entonces lo vio entrar a Kostas, y pudo reconocerlo. La cantina enmudeció en un silencio blanco de nieve. El cantinero, además de callar, bajó la vista y se apartó de él como de un fantasma. Kostas se dirigió hacia Malakis con un odio reposado, medido y decidido. Gregorio avanzó, y una mano desconocida le puso una navaja abierta en la palma de su mano, que él tomó sin mirar quién se la alcanzaba. Entonces su mirada se apartó del odio de Kostas, porque encontró los ojos de Daliana, y vio la traición clavada en sus retinas (ella no lo ayudaría a huir), y mientras sentía la herida del puñal de Kostas en su vientre, sintió que su cabeza se astillaba en mil pedazos, mientras miraba los ojos de Daliana, que parecían pedir perdón desde otro mundo. Y en ese momento él, Angelos Malakis, comprendió que ya no habría Argentina para él, ni habría hijos ni nietos que contaran la historia, que quizás fuera Kostas quien huiría, y que no habría nadie que soñara un lugar que llevaba el nombre de la traidora, esa que ahora lo miraba con sus ojos negros profundos, como pidiendo disculpas por haberle tendido una trampa al tiempo, mientras Angelos soñaba en su último instante con aquella santa paz, que ya nunca encontraría.
Fotografía: Vista de Santorini desde las alturas de Thira, A.L., enero de 1994.